Pero Carlos percibía apenas confusos movimientos y palabras —imperialismo, abajo, Reforma Agraria, Rusia—, hasta que llegó la policía y puso fin al choque. Pero el teniente se demoraba demasiado, había tenido tiempo para llegar diez veces desde el sitio donde se había tirado hasta aquel en que Carlos yacía, rechazando la peregrina idea de que el oficial se hubiera destrozado contra una roca y de que él también estuviera condenado a morir. Viéndole moler, Carlos reafirmó su fe en la victoria y en los futuros rendimientos, sobre todo ahora que la caña estaba garantizada por soldados, reclutas y estudiantes, además de los macheteros habituales y voluntarios. La administración del central implicaba una suerte de autoridad civil sobre el batey y estaba obligado a ejercerla. —¡Cabrones! Brigada que se raje no tiene derecho a la emulación, a los refrigeradores, a los televisores ni a las motocicletas. Tenía la certeza de que su presencia en la fábrica era crucial, de que había una extraña, oscura, imprescindible conexión entre su mirada y la buena marcha de los acontecimientos. Una noche se unieron doce y empezaron a inventar; esa noche cantaba el Benny. Y ahora Despaignes se negaba a devolverle la brigada. Una causa totalmente absurda, había dicho Jacinto; jamás en la industria azucarera había ocurrido algo así, podía revisar los libros de todos los centrales en todos los tiempos y comprobarlo. Un nuevo … —Bueno, ¿quién es el chiva? Se sintió triste al comprobar que ni siquiera su novia le entendía y albergó en secreto la dolorosa sospecha de que quizás estaba equivocado. —¿Cómo es? Los milicianos no podían evitar las carcajadas. Cuando finalmente llegó a publicarse en Madrid y La Habana, en 1987, fue aclamada como la gran novela crítica de la revolución cubana, mereció varias reediciones, se tradujo al alemán, francés, sueco y griego, y consagró de inmediato a su autor. Había empezado a estudiar con ella para recuperar el tiempo perdido en el cincuentiocho e insensiblemente fue habituándose a su compañía, su inteligencia y sus sueños. Se ponía bravo con el viento y saltaba en unas olas grandes como dos o tres palmas. Quiere decir que tengo que irme. Cuídate. Le hizo un gesto a Carlos para que continuara y volvió a pedir silencio. No se explicaba el desaliento de Kindelán y el resto de los jefes, ni estaba de acuerdo con sus reflexiones acerca de que los hombres estaban cansados de dar pico y pala, de no ver a su familia, y de que se escapaban porque les hacía falta. La Habana entera hablaría de él, se haría rey de la dolce vita, aquella existencia secreta, fácil, que los comemierdas ignoraban. Sentía una urgente necesidad de pasar el trance que sabía inevitable desde meses atrás, como si el instituto se hubiera convertido en un pueblo del Oeste demasiado pequeño para él y su contrario. Cuando se levantaron empezaba la rumba, el momento en que el guaguancó crece y se hace intenso, repetido y obsesivo, y los buenos bailadores responden al canto y al contracanto del quinto intensificando el asedio sexual hasta lograr el vacunao, ese gesto violento y definitivo dirigido hacia el sexo de la hembra. Sentía a sus espaldas la agónica respiración del asmático y no quería llegar tras ella. Ella miró a Jorge con una triste desesperanza, luego a él, y respondió: —Sus hijos. Carlos fue a unirse a Jorge sin dejar de mirarla. «¿Qué pasa?», preguntó. Porque te voy a joder. Carlos, Jorge y Josefa lo vieron arrodillarse como ante un altar, meter las manos bajo la gamuza para operar algún secreto mecanismo y ponerse de pie como un mago que mostrara el milagro de la pantalla iluminada, desde donde un señor muy elegante advertía: «¡Usted sí puede tener un Buick!» Se abrazaron, boquiabiertos ante la magia del primer televisor, y luego se fueron sentando sin separar los ojos de la maravilla que les permitía cambiar el miedo de la vida por el delicioso escalofrío de Tensión en el canal 6. Carlos sintió vergüenza por haberle pegado y decidió aceptar el juego. —Registren el carro. Se sintió seguro y liberado al hablar en cubano. Carlos echó a caminar, la rabia le había producido unos insoportables deseos de pegarle, que se resolvieron en impotencia. Lo reventaba la humedad, aquella agua inasible que creaba una leve pátina verdosa sobre las botas y los calzoncillos, sobre el pantalón y la cuchara. No les permitían bajar, y Carlos y Jorge pasaban horas mirando, acodados en la cerca que su padre había puesto en el patio por consejo de la Asociación de Propietarios y Vecinos. Carlos maldijo al comemierda de Rubén y a la estúpida hija del diablo que había propiciado la unión del sol y la lluvia, perfecta para producirle un catarro. WebLa Chapa Fan-Report: Opiniones y valoraciones ¡Felicidades! Martiatu había subido al tacho número uno y se dirigió al grupo que lo miraba desde abajo, boquiabierto. Rechazó aquella idea que lo separaría de Mercedita, de su madre y, sobre todo, de la posibilidad de recuperar a Gisela. A la una y treintidós de la madrugada, un día después de lo estipulado en el plan, el país produjo el segundo millón y Carlos presidió el acto donde se colocó el número dos bajo la tela de los Diez Millones. Esperaba la guerra, sabía que iba a estallar, había estallado o estaba estallando aquella misma madrugada del dieciséis de abril. Tranquilos, este perro es nervioso y además tenemos más de setenta muchachos allá afuera. Se recostó en la hamaca. Monteagudo asintió, satisfecho, miró a Pepe López y lo conminó a resolver fraternalmente sus diferencias con el Minaz. Comenzó a asegurarse el fusil con la correa. Debía controlarse, los problemas políticos no podían ser reducidos a la esfera personal. ¡Con una cuerda lo voy a colgar a usted, miliciano! Paco le dirigió la mirada tonta de quien no entiende una broma. Carlos regresó a su puesto, cabizbajo. Se dirigió a la salida, exhausto. Arriba, rodeado de obreros a quienes Pedro Ordóñez gritaba que dejaran pasar aire, logró incorporarse, vomitó y dio por cumplida su tarea. Se sintió radiante al ver que sus previsiones se cumplían, pero a las cinco de la tarde le informaron que en el Basculador había un problema rarísimo con un tren. Miró la foto lamentando que su antiguo deseo de salir retratado en el periódico se cumpliera de aquel modo. ¿Le estaría diciendo eso el Peruano? El héroe resultaba ser un tipo feo, flaco, ridículo, que unas veces daba risa y otras lástima porque siempre estaba equivocado (en realidad no era un héroe, se las daba de héroe) y luchaba por la justicia sin conocer las leyes de la historia, ni tomar en cuenta a las masas, ni las condiciones objetivas y subjetivas, ni la correlación de fuerzas entre explotados y explotadores, y confundía las contradicciones antagónicas con las no antagónicas, las principales con las secundarias, las internas con las externas, porque en el fondo no sabía siquiera qué era la contradicción y, por tanto, no podía comprender la inevitabilidad de los períodos de acumulación de fuerzas, era incapaz de convertir los cambios cuantitativos en cualitativos, producir el salto y ejercer la negación de la negación sobre el proceso histórico para propiciar el desarrollo en espiral; era, en fin de cuentas, un pequeñoburgués (farmacéutico, o más bien, boticario) que no había logrado suicidarse como clase y conservaba su carácter anárquicoindividualista pretendiendo tomar la justicia por su mano. Hubiera sido mejor matarse o cortarse la lengua. ¡Despliéguense!», mientras él se tiraba tras un raigón, disparaba una ráfaga y el FAL saltaba en sus manos como algo vivo: había hecho blanco en la tierra, Higinio y su escuadra no aparecían por parte alguna, desde la carretera llegaba el estrépito de una columna de tanques, volvió a disparar y estaba cambiando el cargador cuando escuchó que el Mago lo llamaba: tenía una herida a sedal, una horrible desgarradura sanguinolenta en el centro, negra de pólvora en los bordes destrozados de la camisa; la sietepuntos del Tanga había entrado en acción con un sonido rítmico, ardiente y rico como los que el Mago sabía sacar cuando quinteaba, pero el Mago boqueaba, imploraba coño por su madrecita que le echara en la quemadura el fango gelatinoso donde ahora la niña estaba leyendo mi mamá me ama, Gisela observando en un temblor la tensa concentración de sus ojos, el leve latido de sus labios al descifrar la frase, y ya él podía cubrir con fango la herida del Mago, escuchar su grito y la voz del teniente pidiendo una escuadra detrás de cada tanque, soñar que Toña lo miraba a través del tiempo y la distancia, «¡Voy!», correr encorvado bajo las balas hasta la carretera para cubrirse tras un T-34 desde donde disparó contra los círculos de luz de la Cincuenta, que siguió disparando hasta que el tanque se detuvo, la torreta giró sobre su eje, hizo dos, tres disparos y la ametralladora enemiga reventó como un siquitraqui mientras el comandante gritaba, «¡Ahora, milicianos! Había un aire de fiesta entre estudiantes y profesores, pero él se mantenía callado como un zombie, sin ánimo para responder a la pregunta de Regüeiferos, el Reflexivo que dirigía el debate a nombre de la FEU. No, no se echara a llorar ahora, si había actuado como una puta debía responder como una puta. Ella volvió a decir que no, y él la dejó ir porque esta vez no tuvo fuerzas para retenerla. se detuvieron junto al muro gris de la trocha. Había pasado el día dudando acerca de si hacer o no una carta a su madre, y había llegado a la triste conclusión de que no era posible. Pero Carlos sabía que si el abuelo Álvaro hubiera estado vivo sería capitán del Ejército Rebelde, y también que la Reforma Agraria alcanzaba una finquita como la Dionisia porque su padre y su tía habían explotado durante años a Pancho José, violando el principio de que la tierra es de quien la trabaja. Vuestra pregunta tiene implícita la coherción para edcir sí, el linchamiento es bueno, porque a corto plazo nada más podemos hacer. Sólo cuando la tuvo desnuda frente a sí se dejó ir poco a poco, suavemente, dolorosamente, avariciosamente, ahorrando placer hasta que la orina fluyó como de un caño formidable levantando ruido y espuma en el pequeño lago amarillo. En todas las películas había un muchacho que era fuerte y valiente y bueno y ganaba al final y se llevaba a la muchacha. —No. No en balde Lenin había dicho aquello de audacia, audacia y más audacia. Su trabajo lo había habituado a dar charlas, a meter teques, y conocía lo suficiente a aquellos hombres como para saber que no soportarían eso. Parecía un cura hablando solo. Cuando colocó el número cuatro bajo la consigna se sintió estremecido por la ovación y empezó a hablar en contra de sus propios pensamientos: había quienes se daban el lujo de dudar, dijo, pero el pueblo no tenía tiempo para esos ejercicios de salón porque estaba cumpliendo sus metas, como probaba ese cuatro, apenas un punto más en el heroico camino de la zafra. En la recta final se sintió renacer y aquel esfuerzo bárbaro se le hizo hermoso, quizá porque lo llevó al límite de la entrega. Ahora los llamaban, el pelotón avanzaba en columna de hilera hacia la tribuna y Carlos guiaba el paso hasta cuadrarse frente a Aquiles Rondón y recibir su boina verde y sus libros, Los hombres de Panfilov y La carretera de Volokolamsk. Después de la muerte de su padre él la había llevado al Archimandrita, que la encontró dura y flexible como una rama de cedro. ¿Lo quería joder a él, un jodedor? Con la sinhueso era brillante estableciendo hechos, causas, consecuencias y el copón bendito, pero la escritura era caprichosa como carajo, a menudo descubría que lo escrito tenía una significación distinta e incluso opuesta a lo pensado. Se sorprendió muchísimo al escuchar que el Cochero, como le decía a Osmundo entonces, lo proponía a él, calificándolo de héroe. —Estás prieta —comentó él. —Cuídate —le dijo—. Una vez me inyecté agua, pero doparme no, me da miedo. Al volverse, alcanzaron a ver a un negrito desnudo que huía hacia una covacha. Cristo, comenzó el Mai, era un carpintero, y dijo que más pronto entraría un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. Podía ir a casa de Gisela, verla y cambiarse, pero no le daba la real gana de ceder en ese punto; era ella quien debía averiguar dónde estaba el batallón y venir a verlo. Reaccionó con el trajín de la gente vistiéndose y empezó a hacerlo también, atontado todavía por el sueño. —Llevo tres meses sin hablar —dijo. —Es nuestro —musitaría el Crimen, al apagar las luces. —Minutos —respondió el Ingeniero Jefe—, minutos. De pronto se hizo una pregunta, ¿Jorge era parte del proletariado? No sabía si contestar yes o nouuu. Se paró ante el espejo: era aquella sombra que quiso ser un héroe que quiso ser un arquitecto que quiso ser un guerrillero; eso era, alguien que quiso ser. En el camino todos lo felicitaban, le daban vivas, querían tocarlo. Sintió un escalofrío ante el olor a pólvora, el ruido, la imagen de los casquillos saltando, pero el médico ya había terminado y le decía, «Dale, atrévete». Fue un espectáculo hermoso y terrible, Gisela, todavía estaban llenos de odio cuando mearon sobre las cenizas para coronar su victoria. Cuando todos opinaron, se volvió otra vez hacia él. Se decía que la furrumalla había intentado asaltar la casa de Pérez Meneses, que los negros habían llegado a mear en la sala delante de las señoras, que sólo gracias al valor de los señores se había evitado una tragedia. Quedaban sólo unos minutos para que muriera la Libertad sobre la tierra. Lo hizo maldiciendo el frío, la acidez, el sueño, y escupió antes de leer en el Revolución que Kindelán había desplegado ante su cara: ¡VIVA CUBA LIBRE! ¿Pero se podía ser a la vez revolucionario e hijoeputa, hijoepulucionario, vaya? Recibió y pasó la primera caja pensando que a lo mejor en ella iba su fusil, el primer fusil de su vida, un fusil de verdad, limpio, nuevecito, aceitado, que le entregarían después del baño. —I beg your pardon? Él cerró los ojos para concentrarse en el delicado sabor de los tamales y del mojo, e inventó el juego de descubrir qué sabores había, cuáles no. «¡Cúbrete!», le gritó el Mai. Es música. Entonces entendió que ésa era su onda, que estaba allí para contar la historia. —gritó Carlos desgarrado entre su autoridad y su ignorancia. Dejó caer la mochila, echó hacia atrás la cabeza para desentumecer la nuca y entonces, de pronto, descubrió el cielo. Miró dormir a sus hombres pensando en lo que dirían si un día amanecían con la diana, bajo la lluvia, y se enteraban de que su jefe se había rajado. Un murmullo creciente se extendió por la sala y el Presidente pidió silencio, por favor, no entablaran diálogos, e instó a Rubén a continuar pero ciñéndose al caso y a los hechos. Después casi se ríe, eran ellos mismos reflejados en el enorme espejo sepia de la sala. Se detuvo admirado frente al edificio de la terminal de ferrocarriles y recordó con tristeza su viejo plan de construir alguna vez la Ciudad del Futuro. En un final los siboneyes no eran católicos, ni el Papa vive en La Habana, los taínos no sabían ni hostia de la propiedad privada, ni los hambrientos un carajo de la libertad. ¿Qué ganas, eh? Jacinto se llevó las manos a la cabeza, sería una locura, dijo, el bagazo era abrasivo y combustible, por una parte el aire lo arrastraría hacia el interior de la fábrica y allí podría dañar muchos equipos, por otra, regado en la calle y seco, sería una invitación al sabotaje; la única forma de resolver el problema era compactándolo. - Licenciado por Apdayc. Cuando volvieron a besarse Gipsy estaba llorando, y el beso fue largo, húmedo y salado, y sus ojos azules y cercanos eran la imagen ideal de la muerte hacia la que Carlos se sintió descender, estremecido, cuando ella le presionó el sexo sobre el pantalón, y él lo sintió moverse y vomitar como un animal fiero y agónico. El loco suspiró: siempre, desde que era niño, se había dormido con el ruido de los tándems, y aquel año no habían sonado aunque eran nuevecitos y eso lo ponía nervioso y todo el mundo en Sola andaba nervioso, como los niños cuando no podían volar. Le parecía increíble que sus socios del Ventiséis le hubieran estado espiando. Se golpeó la frente, Soria no era un negro traidor, era un negro confundido, un negro vaticano; daba risa, pero se parecía a él, un blanco confundido, interesado a su pesar en una vaticana que había llegado a considerarlo un moscovita. ¡Estás en manos de Saquiri el Malayo, nada menos que de Saquiri el Malayo!» y la retuvo todavía para que sintiera el terror de hallarse a merced de un ser tan sanguinario. —Sandalio, ¿dónde estás, coño? Estás enfermo y sufres, sufres físicamente. De pronto, en una garita derruida, dos ojitos azules brillaron como los de un gato. Y como había viejas deudas de sangre las cobraron enviando señuelos mientras el grueso de la tropa acechaba, tendido en la ladera. Llegó a aquel pueblo maldito que ya no era el final haciendo un esfuerzo doloroso por mantener el paso. A la mañana siguiente Osmundo quiso saber más y Carlos descubrió el placer de contar la guerra que ha pasado, la cercanía de una muerte ya inofensiva. Carlos quedó sorprendido, varios años de relación rutinaria le habían impedido advertir cuánto había cambiado Gisela; siempre la había considerado un ser levemente inferior en el terreno político, una mujer, y ahora estaba ante un cuadro que le daba lecciones sobre deberes y derechos de los militantes, citaba de memoria los estatutos, le aplaudía el haber hecho el Informe, le criticaba el no seguir hasta el final, enrojecía de rabia al pensar en la maraña que le estaban haciendo y le ofrecía consejos y ayuda. Al llegar al extremo de Paseo notó una fortísima asincronía entre su desesperación y la calma concentrada de los cientos de miles de personas que abandonaban silenciosas la Plaza. ¡Al ca-pi-tal!, subrayaba antes de narrar la trágica odisea de sus padres, que huyeron de la barbarie a través de media Europa perseguidos siempre por el fantasma, como lo calificara el mismísimo Karl Marx: rampante en el sombrío Moscú del temible Lenine, renacido en la Budapest horrenda del execrable Bela Kun, acechante en el Berlín convulso de la judía Rosa de Luxemburgo, ululando por las calles de Rostock, enrojecidas por el insaciable Karl Liebnichk, dos de sus padres lograron al fin embarcar en un paquebote sin destino que los trajo sabría Dios cómo a las playas de este paraíso que dentro de poco, lo oyeran bien, sería un infierno. —gritó él—. Evaluó esa posibilidad y sonrió por primera vez, como si acabara de descubrir lo que había oído tantas veces en la calle. Usar a Roxana para que renuncie. ¡No! —preguntó el gallego. WebCarlos la miró entre aterrado e incrédulo, y ella le prometió llevarlo a ver el fuego eterno de las ánimas penitentes que se calcinaban en el camposanto, los jinetes sin cabeza que … Pensándolo bien, era el futuro, y no el pasado, el que debía servir de norte a las acciones; la arriesgada decisión de los Duros era una necesidad de la lucha y una línea. Entonces lo expulsarían sin remedio gritándole «¡Rajao!, ¡Rajao!, ¡Rajao!», como lo hacía aquel extraño cuervo con quienes abandonaban la Sierra. El Negro arrastraba una pierna, tenía la boca partida y los ojos casi cerrados por los golpes. —Helen no quería venir, dice que este país está revuelto, tuve que obligarla. El capitán tenía una larga barba rubia, a su lado había un teniente negro, de barba enmarañada. Ahora la noticia estaba dada, y lo peor es que era justa, demasiado justa como para no llegar a su padre por alguna vía. —No es mierda —replicó él—. Racimos de estudiantes se desprendieron hacia ambos lados de la calle, y desde los umbrales, los oscuros zaguanes y las azoteas de los edificios colindantes la emprendieron a pedradas contra la policía. No, ni loco; ésos, como bien había dicho Jacinto, eran asuntos internos. —Pues cada cual —comentó el gallego con aprensión— tiene sus gustos, digo yo. Entonces concluyó que se había portado como un sinvergüenza con el loco y decidió regalarle el apartamento que le correspondía en su condición de administrador y que había soñado estrenar con Gisela. El Capitán se interesaba realmente por el loco, y aunque le complació saber que Carlos le había entregado un apartamento, no logró ocultar su irritación con las conclusiones de la Universidad. —dijo Carlos, otra vez ansioso —. —Que son negros —explicó Berto—. Pero desde el principio se dio cuenta de que su autodefensa era una falacia. El teniente reportó al Segundo y le pidió: —Diga usted mismo la causa. —Mira —dijo el Kinde—, en el pelotón hay un Kindelán muy bien rekindelanizado y aquel que lo desrekindelanizare un gran desrekindelanizador será, ¿ta claro? Shows. Todos estaban empeñados en armar el Manicomio, como dijo Kindelán, hablando solo. —An insane, dirty, Latin foreigner —dijo decidida la rubia—. Era de Santiago de Cuba o de San Juan de Puerto Rico, su madrastra la había obligado a colocarse en casa del gobernador o del alcalde, y con aquel principal tenía un hijo rubio llamado Juan o Santiago de quien sólo conservaba esta foto. Regresó al salón central, comprobó que las boticas seguían en el bolsillo del abrigo y se dirigió a un banco. —Ve con tu abuela —dijo Carlos—, anda. —¿Debe el compañero proseguir al frente de la Asociación? Intentó explicarle que se estaba refiriendo a clases sociales, no a individuos, pero ella lo hizo callar con un beso en la frente.